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Pastelitos

Foto del escritor: Vale IngaramoVale Ingaramo

En la materia de lengua, estuvimos realizando diferentes cuentos aplicando el realismo mágico en ellos, los cuales poseen tramas de recetas familiares.

Éste es el mío:


Las manos mugrientas, el tierral en el exterior había tornado la blanca tez de mis palmas, a un moreno polvoriento que seguramente provocaría a los incesantes reclamos de mi madre salir a la luz mediante gritos de poca cordura, por lo tanto, mi primer camino en la casa fue direccionado hacia el lavamanos más próximo, sabía que me iba ahorrar muchos más retos. Sinceramente, creo que no hay nada más divertido que jugar entre la tierra, el barro y el descampado descomunal a unas cuadras de casa, la única desventaja resultaba el aspecto impresentable con el cual tenía que llegar, que solía empeorar más en los días de lluvia, pero no me podía resistir a un poco de diversión.

De pasos cansados ingresé por la puerta-ventana de la cocina, y un aroma irresistible se asomó a través de mi nariz, resultándome complicado no aparecer por ahí, a ver qué era lo que estaban preparando. Mis ojos divisaron un par de compoteras con ingredientes específicos, esparcidas estratégicamente sobre el camino de mesa de crochet, el cual en sus buenos momentos resultaba ser blanco pero que se tornó amarillento al compás del paso de los años. En el bol más grande, se encontraban esas masas con dobleces tan complicados, recién bañadas en almíbar, desprendiendo ese aroma tan particular que alteraba el olfato de cualquiera por los alrededores. Sentía esa tentación singular que me producían esos días, específicamente los domingos en semanas de por medio, en los cuales debía entrar con las manos atadas en la cocina, para no devorarme aquellos postres dulces.

Finalmente tomé asiento en la mesa, siempre había visto cómo mis abuelas se ponían manos a la obra, amasando extensos bollos de masa a través de la mesa de madera, fritándolas en aquel líquido que ellas decían llamarse almíbar, el cual los tornaba brillosos y tan apetitosos que lograban desprender las babas de cualquiera. Sin embargo, mi mente era un signo de interrogación, jamás entendí aquella labor que ellas realizaban durante éstas fechas, como una especie de tradición o solamente por su gusto hacia la cocina o las artes culinarias, o debería decir, repostería.

Mis ojos repasaban los contornos coloridos de las compoteras sobre la mesa, tanto ellos como los contenidos de cada uno. Harina, manteca, azúcar, y algo que me parecía demasiado raro pero que solía ser recurrente, era una pizca de sal, en un postre dulce tan delicioso como lo eran los pastelitos, pero cuando le pregunté a mi abuela, dijo tantas palabras que no entendí, por eso es mejor no explicar. Y por último y más importante, la batata y el rojo que no sabía cuál era su nombre, ni tampoco me interesaba, mi amor era puro y pleno hacia los de batata, y lo más genial, era que mi abuela los hacía diferentes para que fuese más fácil identificarlos y no tener que llevarme sorpresas desagradables. El punto de todo esto, era que no tenía ni la menor idea de cómo hacer los benditos pastelitos, se me hacían tan complicados aquellos dobleces que sólo una cabeza intelectual de una anciana como mi abuela podrían hacerlos, y tan perfectos como a ella le quedaban.

De un momento a otro, había un pequeño bollo de masa en frente mío, y mi aburrimiento logró superar a mi genio en todos los aspectos, por lo que lo tomé con la yema de mis dedos. Un contacto un tanto particular, ya que, desde el tacto de las mismas hacia la masa, se desprendieron unos destellos brillantes como pequeñas estrellas que brotaban. Las mismas se desparramaron a lo largo de la añeja mesa, juntándose poco a poco todas unidas en una especie de brisa uniforme y luminosa que de pronto comenzó a recorrer toda la habitación con una rapidez impensable, como si estuviese desorientada en medio de tantas compoteras, repasadores, ingredientes, cortinas y gavetas. Mis ojos se dirigían a todas partes, el individuo no dejaba de deambular, cada vez más despacio, como si estuviese intentando reconocer el espacio en el cual había emergido de forma ilógica.

De pronto, cayó estrepitosamente hacia una de las compoteras, específicamente la de azúcar, revolviéndola durante unos segundos, haciéndola vibrar, como si estuviese bailando, de un lado hacia el otro, hasta que finalmente se detuvo y los sonidos a plástico se detuvieron. Curiosa, llevé una de mis manos hacia el recipiente de forma lenta y cuidadosa, pero al asomar la yema de mis dedos sobre la parte superior, el espectro brotó desde la azúcar hacia arriba, dejando un sendero del granulado blanco que se dirigía desde el pote, hacia el bollo de masa en frente de mí. ¿Acaso lo habré asustado? No pretendía hacerlo, aunque la curiosidad de saber qué era, o qué hacía aquí me carcomiese cada rincón de mi mente.

Quería intentar nuevamente aproximarme a él, sin ninguna mala intención, como en ningún momento la tuve, pero no sabía cómo acercarme sin hacerlo sentir temor, o intimidarlo de alguna manera. Bajé mi cabeza por el borde de la mesa, dejándolo al mismo en la altura de mis ojos y la mitad de mi nariz, con el motivo de poder observarlo mejor, si es que aún no había desaparecido, ya que no dio más señales de encontrarse allí, escondido, en el pequeño bollo de masa.

Lentamente, un resplandor comenzó a arrastrarse en compás de las líneas de la mesa hacia el centro de mi nariz, con una gracia tranquila, y un sosiego en sus movimientos, parecidos a los de una serpiente en acecho, que pretendía acercarse a algo desconocido. Y poco a poco, su brillo fue encandilando mis ojos a medida que se aproximaba más y más, su luz reflejada en mis pupilas parecía gustarle, ya que se detuvo frente a ellas, como si se estuviese mirando en un espejo, maravillándose de sus propios movimientos. Se propulsó a sí mismo en el aire, dando dos vueltas repletas de encanto. Parece que es muy vanidosa, o vanidoso, debido a que, durante los últimos cinco minutos, no había dejado de moverse frente al reflejo de mis ojos, mientras hacía unos sonidos tintineantes, como de pequeñas estrellas chocando unas con otras, como hacía la hermosa Campanita de los cuentos de hadas.

Al momento de hacer contacto con el pompón de mi nariz, automáticamente, casi como una ráfaga, el espectro se instaló en la compotera del dulce de batata, haciendo brillar colores marrones y dulces a través de las capas del ingrediente. Poco a poco, los recipientes se acercaban lentamente hacia el bollo de masa en frente de mí, como por arte de magia, para comenzar a verterse delicadamente sobre la misma, en medio de rayos, centellas y tintineos. La masa se estiraba, el dulce se colocaba en el centro de la misma, y rápidamente, volando entre partículas de harina y azúcar en la cocina, aterrizó en el horno que ya estaba precalentado, para que, en cuestión de minutos, el pequeño bollo estirado se convirtiese en un majestuoso aperitivo de dorados y marrones, esperando impaciente por ser rebosado en el bol de almíbar.

Finalizada la cocción, la puerta del horno se abrió despacio, dejando salir hacia afuera el pequeño postre, perfectamente cocinado, y como si fuese por arte de magia, se posicionó lentamente en la cima de la torre de sus similares, en el bol más grande y el más apetitoso de toda la mesa. Al cabo de todo lo que pasó, las luces fueron desvaneciéndose en frente de mi persona, atenuándose poco a poco hasta desaparecer por completo. Caminé en dirección de las llaves de luz para encenderla, y cuando lo hice, mis manos se encontraban completamente engrudadas por rastros de manteca, dulce, masa, y todo aquello que yacía sobre la mesa, y de alguna extraña manera, sin entender por qué, ya sabía cómo hacer los dichosos pastelitos.

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